Por muchos viajes que haya hecho a Laponia, por muchos kilómetros que haya recorrido por esta región remota y despoblada, siempre tengo la sensación de que aun me faltan rincones por conocer. Aun no he conseguido comprender esta tierra de la manera que a mí me gusta: viajando por ella, viviendo y desplazándome por ella sin hacer ruido. Por eso me lanzo, una y otra vez, a buscar nuevos lugares.
Laponia es un territorio donde cada estación te regala un país distinto, de insospechadas posibilidades. Su naturaleza se cristaliza en una apabullante variedad de paisajes y ecosistemas: tundra, taiga, banquisa (mar congelado), glaciares, acantilados donde rompe el mar de Barents (subsidiario del océano Ártico), islas desiertas, solitarias playas donde se acumulan toneladas de madera que transporta la deriva desde Siberia. Una sola etnia puebla este inmenso territorio, de 250000 km2: Los Sami, que desde hace miles de años pastorean rebaños de renos en busca de pastos. Las fronteras se crearon mucho más tarde. Según los mapas políticos actuales, Laponia se extiende por cuatro países: Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega. Durante 75 días de verano no se pone el sol, mientras que en inverno hay una noche polar perpetua igual de larga. Resulta extraño que este lugar, con no más de 1 habitante por km2, se encuentre en la civilizada Europa – como quien dice, al lado de casa.
Vivo aquí desde hace ya casi diez años y no necesito enumerar las razones: me sobran.
Siempre viajo con un mapa de Laponia a mano entre mis cosas; aunque esté de vacaciones en Cádiz. En él voy pintando las rutas que realizo y me distraigo, imaginando primero y planeando después, cómo rellenar los espacios que aún le quedan en blanco. En la fase de planificación, tengo en cuenta las estaciones y la naturaleza de cada lugar, los animales que la pueblan y los pueblos o edificaciones que se encuentran en la zona: las aldeas donde viven los samis, casas aisladas de criadores de renos y cabañas abiertas que, en un momento dado, puedan servirme de guarida. Sobre todo, pienso en cómo desplazarme por el territorio de una manera lógica y estética. Miro el mapa y veo puntos que, unidos, darán como resultado mi ruta. Sueño con ella como otros con un crucero transatlántico, con un bólido de carreras o con la cabeza de un león.
Cuarenta y seis noches de invierno
Mi último viaje ha sido largo, pero no tanto como yo hubiese querido. Hubiese continuado feliz hasta gastar mi último euro, mi último día, sino me hubiesen frenado las responsabilidades, los proyectos, el amor de los que me esperan en casa… todas esas buenas cosas que raspan la aventura con un filo de remordimiento culpable, hasta que se imponen y te arrastran de nuevo a casa, seguro de que haces lo que debes, pero triste por lo que dejas atrás.
Me gusta viajar solo pero no soy un solitario: Por eso en las etapas de inicio y final de este viaje me acompañaron dos amigos: Ainhoa y Javier. No fue fácil decidir la ruta. En cambio, yo mismo me impuse la fecha: quería viajar durante la noche polar. Es sin duda la época más dura, pero también una experiencia que deseaba vivir, algo que tenía pendiente. Ahora, tras 46 días sin ver el sol asomar por el horizonte, sé de primera mano que es algo extraordinario. Respecto al recorrido, después de darle muchas vueltas, decidí comenzar en Murmansk, en la Laponia rusa, a finales de noviembre: justo cuando empieza la noche polar.
67 días y 1.200 Kilómetros a través de la noche ártica
Mapa de la travesía.
1ª ETAPA: de Murmansk a Ivalo - a pedales
Murmansk, en la Península de Kola, es la mayor urbe del Ártico. Ciudad portuaria, reúne todos los tópicos que uno espera encontrar en las ciudades ex soviéticas. Ainhoa y yo permanecimos allí un par de días, que merecieron la pena por conocer a los habitantes del lugar; sin duda, una gente bastante especial: pueden resultar cortantes y groseros como nadie, y al instante siguiente revelarse como los seres más encantadores del planeta. La primera etapa de mi viaje nos llevaría hasta Ivalo, a 300 km. Dada la escasez de nieve y frío de ese extraño invierno de 2011-12, Ainhoa y yo nos decidimos por cubrir el trayecto en bici, sobre carreteras heladas en constante penumbra.
La partida, desde la misma puerta del hotel y en hora punta de tráfico, fue delicada: teníamos poca experiencia ciclando sobre hielo y mucha carga en las alforjas. Fue una suerte encontrar la carretera hacia raja jooseppi –la frontera - sin que nos embistiera el camión de la basura. Habíamos previsto hacer 50 km de media, pero sólo teníamos un par de horas de claridad al día y, al menos yo, bastante miedo a los conductores rusos. Lo cual, por cierto, resultó ser un prejuicio equivocado: de hecho, son muy educados. Nos dijeron que entre Murmansk e Ivalo no encontraríamos alojamiento, así que cargamos con tienda, cocina y comida para una semana. Supusimos, esta vez acertadamente, que no sería difícil encontrar buenos sitios para acampar en aquella región de espesos bosques y lagos. Después de terminar el viaje, alguien me ha dicho que en esa carretera es donde los rusos cazan osos que luego venden a los circos. Aún no sé si es una leyenda urbana, si me tomaron el pelo, o si resulta que es verdad.
Invierno no tan frío
Aunque la carretera estaba helada y cubierta de nieve, y encontramos la mayoría de ríos y lagos congelados, la temperatura nunca bajó de los -22C. Fue decepcionante para Ainhoa, que había venido con ganas de experimentar el frío polar y esperando ver el termómetro llegar a -40ºC - y un alivio para mí. Debo reconocer que no pasamos frío y que, por mucho que le pese a Ainhoa, la vida es mucho más fácil a -15º. La primera noche acampamos en un lugar estupendo, cerca de la carretera pero metido en el bosque, de manera que se oían los pocos coches que pasaban, pero con el ruido mitigado por los árboles, como en sueños. Parecía que estábamos en un lugar mucho más aislado de la civilización.
Con poco frio, salir del campamento era pan comido. A medida que ganábamos kilómetros crecía muestra sensación de ir alejándonos de la civilización: menos coches, más baches y paisajes más bellos, bañados en una luz entre morada y naranja increíble. El espectáculo era tan bello como breve, ya que las sombras se alargaban en cuestión de minutos, el cielo se teñía de azul y pronto salían las estrellas, compañeras de viaje durante la mitad de cada jornada. Llevábamos chalecos reflectantes y luces pero, para mayor precaución, cada vez que un coche se acercaba el que iba en cabeza alertaba de nuestra presencia alumbrando directamente al auto.
Un gesto amable
Una noche en que estaba especialmente cansado, justo después de montar la tienda, un camión se detuvo junto a nosotros. Poco antes habíamos parado al conductor para preguntarle sobre la distancia al próximo pueblo. Mediante gestos, nos invitaba a su casa. De la misma forma a base de gestos y sonrisas, declinamos la invitación – pero con la boca pequeña. En realidad, estaba deseando saltar a la cabina del camión y disfrutar de un techo por una noche. No tuvo que insistir mucho. El camionero nos llevó al pueblo por el que habíamos preguntado y que estaba en un cruce que no habíamos conseguido encontrar porque todas las indicaciones estaban escritas en alfabeto cirílico. El hombre nos llevó a su casa, nos instaló en el salón – que en un par de minutos convertimos en un campamento zíngaro – y nos invitó a cenar. Al día siguiente también nos daría de desayunar, antes de dejarnos en el mismo lugar donde nos había encontrado. No nos aceptó ni un mísero rublo.
Aquella muestra de hospitalidad resultó una experiencia enriquecedora; aunque los años me han vuelto más reservado y descreído, me hacía gracia ver a Ainhoa tan entusiasmada. Hacía fotos, enlazaba gestos y señalaba en el atlas escolar del hijo de nuestro anfitrión: “¡José de Palencia, yo de Azpeitia!” Yo ya no soy tan joven, ni tan locuaz, ni me involucro tanto, ni me sorprendo como antes. Creo que me di cuenta de todo eso viendo a Ainhoa. Los días en la carretera rusa fueron hermosos. Como en todo largo viaje cuando comienza, queríamos fotografiar todo y exprimir al máximo cada experiencia. Nos sentíamos a gusto con el ritmo y el paisaje. Las acampadas en el bosque, bien entrada la noche, tenían su encanto.
Otras veces, los operarios de mantenimiento de la carretera nos dieron cobijo, una taza de café o algo de comer. Ainhoa se esforzaba con su libro de ruso y trataba de entablar conversación. Yo observaba en un discreto segundo plano, encantado de que ella llevara la voz cantante. Cuando marchábamos, mi única preocupación era tomar una buena foto de tanto en tanto, filmar algún plano para mi modesta película y disfrutar del paisaje. No faltaban las charlas, cada vez que parábamos unos minutos, en torno a los miles de sueños que ambos tenemos. Ainhoa está ávida de aventuras y este viaje era para ella, sobre todo, un aprendizaje. Quería saberlo todo. A mí me divertía contarle mis experiencias. Aunque apenas nos conocíamos cuando emprendimos viaje, la veía como un reflejo de mí mismo con unos años menos. Compartiendo lo que he aprendido, sentí que estaba devolviendo de alguno modo la sabiduría que otros, en el pasado, me habían regalado.
La vida en la frontera
La última noche en Rusia, estábamos buscando un lugar para acampar cuando vimos un típico puesto de mantenimiento de carretera ocupado por dos hombres. Me acerqué con cautela y llamé a la puerta tratando de ser simpático. Salió un tipo bastante mal encarado que me mandó a paseo sin contemplaciones. Como estas cosas van de oficio y no me gusta mendigar, entendí y di media vuelta sin rencor. Me reuní con Ainhoa y buscamos, entre edificios abandonados, un lugar donde extender los sacos, pero todo estaba muy sucio. Cuando nos disponíamos a reemprender la marcha de noche, el compañero del hombre del puesto salió a nuestro encuentro y nos invitó a seguirle con gestos y sonrisas. En la casa donde antes nos habían dado con la puerta en las narices, ahora nos ofrecieron una habitación y una suculenta cena. Ellos miraban la tele y nosotros a lo nuestro, en silencio y comunión perfecta. Creo recordar que Ainhoa sacó el diccionario y estuvo de charla con ellos; yo miré las fotos del día tumbado en la habitación contigua. Al día siguiente nos dieron de desayunar y, agradecidos, seguimos nuestro camino.
También recuerdo a un finlandés que conducía una furgoneta y que nos ofreció llevarnos a la frontera. Se sorprendió mucho cuando le dijimos que, precisamente, nuestra intención era llegar en bici, sin ayudas en el transporte. Al día siguiente nos encontró y se paró a nuestro lado, haciendo gestos como si fuéramos héroes. Nos resulto muy divertido, supongo que a el también. Paramos en la última gasolinera antes de la frontera y nos dimos un pequeño banquete de batidos de chocolate y cruasanes. Una mujer atendía aquel lugar, en mitad de la nada, embutida en pantalones pitillo, con tacones de vértigo y pintada como una puerta. Era surrealista.
Después vino la frontera: primero un control con una valla, chequeo de pasaportes y después la verdadera puerta de salida de Rusia. Las fronteras siempre me han parecido absurdas, injustas e hipócritas. Tengo que contenerme para que no se me note demasiado en la cara. Cruzamos la tierra de nadie – curioso término – durante unos kilómetros hasta llegar a la frontera finlandesa. Contemplo la alineación de pasillos verdes y rojos; una puerta de entrada, otra de salida... y esos posters colgados de la paredes con listas de cosas prohibidas. Me dan ganas de reír por no llorar.
Una vez en territorio finlandés, teníamos 50 kilómetros más que rodar hasta Ivalo. No llegaríamos ese día; había que buscar un campamento de fortuna. Por no sé qué proceso de catarsis, estábamos especialmente alegres, atisbando el final del viaje. Hablábamos de nuestra etapa rusa como si hubiésemos pasado meses dando pedales por Siberia. Pasamos por los edificios donde se alojan los funcionarios de fronteras. Tuve la inmediata sensación de que si llamábamos a la puerta nos darían alojamiento. Así fue, con el proceso habitual: un tipo que nos dice que no, otro que resulta ser el jefe y que dice que sí… y acabamos con un edificio entero para nosotros solos. Y encima nos preparó la sauna de leña: no podíamos haber soñado con un final mejor.
Final con pizza y karaoke
Al día siguiente solo teníamos que llegar a Ivalo, pero no fue tan sencillo: la carretera estaba totalmente helada y lisa como un cristal. Avanzamos con lentitud y cuidado, pese a lo cual Ainhoa no pudo evitar un par de caídas. Fue un alivio llegar, al fin, y alojarnos en mi hotel favorito de la ciudad: céntrico y con una pizzería-karaoke en la planta baja. Los fines de semana, la pizzería se llena de tipos que parecen osos recién salidos de las cavernas, que acuden a beber hasta perder el sentido – aunque algunos se las apañan para, antes, empuñar el micrófono y destrozar cualquier canción que se les ponga por delante. Hay verdaderos “cinturones negros de karaoke”, capaces de acabar con la paciencia de cualquiera cuando te cantan y escupen a la oreja con los ojos inyectados en sangre. En todo caso, aquella noche no teníamos cuerpo para karaokes; después de la pizza de rigor, caímos como leños.
En Ivalo terminaba una etapa del viaje, y comenzaba otra. Ainhoa seguiría su camino, en busca de nieve donde esquiar (si la encontraba), mientras que yo debía ir a recoger a Lonchas, al que había dejado al cuidado de una curiosa mujer que vive en Lakselv (Noruega).
2ª ETAPA: de Ivalo a Inari - sin nieve
El plan era regresar con Lonchas y continuar la travesía hasta Inari cruzando con esquís el lago del mismo nombre – una ruta relativamente popular y cómoda. Tenía todo mi equipo listo en el garaje de una amiga. Había previsto todo… menos que el lago Inari no se hubiese congelado – algo así ¡no había ocurrido nunca! Cogí el coche, fui a por Lonchas y, a la vuelta, cambié los esquís por unas raquetas que no use. Fueron mil kilómetros al volante en un día, y un comienzo de etapa un tanto estresante.
Estresado o no, en cualquier caso me puse la mochila y eché a caminar. Pronto decidí salir del bosque para atravesar un lago que parecía suficientemente helado – para asegurarme, dejé que Lonchas caminase delante: como buen perro polar que es, si olfatea agua da un brinco hacia atrás de inmediato. Además, como pesa 50 kilos, sé que si el hielo aguanta a su paso también aguantará al mío. De todas formas, cuando nos habíamos alejado unos cientos de metros de la orilla no podía dejar de pensar en el rato tan agradable que íbamos a pasar chapoteando si mis cálculos fallaban.
El hielo aguantó, pero descubrí otro problema: el lago estaba cubierto de hielo liso sin nieve por encima, haciéndome echar de menos unas suelas de clavos para las botas. Las cosas se estaban complicando – pero la ruta así también tenía su encanto. Tardé 3 días en llegar a Inari, durmiendo en cabañas que encontré de camino. Cuando llegué al pueblo me alojé en un hotel y me reencontré con Ainhoa, que levaba todo ese tiempo viviendo en casa de mi amiga Varpu. Esta es una sami que enseña su lengua nativa – el dialecto sami de Inari - en la escuela. En total, solo hablan esa lengua 250 personas en el mundo. Así es Finlandia.
Los 100 kilómetros más largos
Desde Inari, la ruta seguía hasta Karasjok, que también había planeado alcanzar atravesando el lago Inari, y donde también tuve que improvisar, caminando por el bosque o siguiendo sendas para motos de nieve, llenas de calvas. La perspectiva ponía los pelos de punta aunque, en un arrebato de optimismo, me llevé los esquís. Eso sí, escogí unos viejos. No hace falta decir que sufrí lo que no está escrito. Con tan poca nieve todos los ríos estaban sin congelar y los caminos de arbustos en unas condiciones infernales. Lonchas tuvo que esforzarse de lo lindo para arrastrar su pulka (él también arrastra un trineo con material y comida) por encima de los matorrales. Aquellos poco más de 100 km resultaron los más duros del viaje. No había cabañas para pernoctar, estábamos a mitad de diciembre y la oscuridad era agobiante: apenas 2 horas de claridad daban paso a la noche más cerrada que uno pueda imaginar.
Avanzaba a la luz de una linterna frontal, buscando desesperadamente las balizas que marcan las pistas de motos de nieve, y que no siempre eran visibles. A menudo tuve que dejar la mochila en el suelo y buscar el camino en la oscuridad. Crucé varios lagos en total oscuridad, fiándome de Lonchas y oyendo crujir el hielo bajo mis pies. En los cinco días que tardamos en llegar a Karigasniemi (en la frontera con Noruega) no vimos a nadie, ni yo pude permitirme bajar la guardia.
Karigasniemi es un pequeño pueblo fronterizo, aún en Finlandia. Había cruzado muchas veces esa frontera pero nunca antes había entrado en el pueblo, así que disfruté por primera vez de un hotelito que encontré, de la amabilidad de las chicas que lo regentaban, de una cena copiosa –que bien cenar así cuando se tiene tanta hambre – y de dos cervezas, que casi no pude terminar porque literalmente se me cerraban los ojos de sueño. Al día siguiente solo debíamos avanzar otros 16 kilómetros hasta Karasjok. Por suerte el río parecía estar bien congelado, así que de mañana nos lanzamos sobre su cauce solidificado y, simplemente, lo seguimos hasta el pueblo, ya al otro lado de la frontera. Aquí no hay guardias celosos, ni aduanas, ni papeleo para los transeúntes. En Karasjok me esperaba un equipo del programa “Madrileños por el Mundo” y la comodidad del hotel Rica, que conozco bien y me encanta. Además, un patrocinador me pagaba los hoteles en la etapa noruega de mi viaje. Lo mejor, sin embargo, me esperaba en recepción: Gloria, mi mujer, me había enviado un paquete-regalo con un montón de cosas… ¡Hasta un árbol de Navidad!
3ª ETAPA: de Karasjok a Kautokeino - el accidente
Los siguientes cuatro días los pasé con el equipo de la televisión. Había mucho que filmar y muy poca luz pero, por otro lado, me divertí mucho rodando en situaciones típicas y tópicas: en un trineo de perros, en un corral de renos, en el parlamento sami, esquiando en el río... Fue una pausa agradable en mi periplo, pero finalmente llego el momento de ponerse en marcha de nuevo y reemprender el viaje.
Cuando salí de Karasjok había algo más de nieve, aunque la ruta que había previsto estaba impracticable y el río descongelado en su mayor parte. No obstante, me calcé los esquíes (esta vez los nuevos) y salí a toda velocidad por el bosque hacia el río. O, mejor dicho, a todo descontrol – mi torpeza tuvo consecuencias fatales para el pobre Lonchas, al que terminé pasando por encima y, lo más grave, haciéndole dos cortes en dos de sus patas con los cantos. Un musher que vivía cerca me hizo el favor de coser a Lonchas la pata trasera, pero aquello esa una solución de urgencia, ni mucho menos suficiente para que pudiéramos continuar el viaje. Lonchas necesitaba unos días de baja. Intenté cargar yo con todo el equipo, para que Lonchas pudiera caminar a mi lado, pero las condiciones campo a través eran muy malas, con tan poca nieve y el río descongelado. La otra opción era caminar junto a la carretera pero, además de fea, era una opción peligrosa, ya que con la falta de visibilidad podríamos acabar atropellados por un camión. Además, mi compañero estaba herido y necesitaba cuidados. La decisión estaba clara: no podíamos seguir a pie.
Baja por prescripción médica
Sabía que Ainhoa, que por entonces estaba de viaje con mi coche, pasaría ese día por esa misma carretera, así que decidí sentarme en una zona de descanso, a 75 km de Kautokeino, a esperar a que pasara. Otra buena razón es que era jueves, y el veterinario de Kautokeino sólo pasa consulta los viernes: debía llegar a tiempo a la ciudad para que curase a lonchas, aunque eso supusiese renunciar a realizar la totalidad del recorrido sin medios mecánicos y recorrer aquel tramo en coche, como ya había hecho docenas de veces anteriormente.
Así llegamos a Kautokeino, donde el veterinario cosió las heridas de Lonchas y las trató convenientemente, mientras que a mí me dejó pomadas cicatrizantes, vendas con que hacer curas posteriores, y la orden de no movernos en tres días. Aquellos días perdidos, sobre todo delante del ordenador del hotel, me parecieron un castigo. En realidad, para alguien que no conozca Kautokeino, hay varias cosas interesantes que ver, pero para quien ha sido guía de Laponia durante tantos años como yo, está todo visto. Sobre todo a mediados de diciembre. Recuerdo que una vez había pasado allí una semana por Pascua, asistiendo a un festival de cine nórdico pero ahora, con mi compañero herido y sin festivales, contaba las horas para poder volver al camino.
4ª ETAPA: de Kautokeino a Kilpisjarvi - por las rutas samis
Salimos de Kautokeino con comida para 15 días. Teníamos por delante el trayecto sin avituallamiento más largo del viaje: 180km hasta Kilpisjarvi son 180 km., a través del parque nacional de Reisa. De camino, además, subiríamos la montaña más alta de Finlandia: el Halti, de 1.331 metros.
Yo ya había caminado desde Kautokeino hasta Kilpjsjarvi con Lonchas en otoño del 2009, pero entonces había más nieve y nos repartíamos la carga. En esta ocasión, yo debía arrastrar todo el peso para que Lonchas se recuperase bien. Como primera escala, puse rumbo a Madam Bongos – que, pese al nombre, no es una casa de mala nota sino una cabaña gestionada por mi amigo Mikel, en la que sirven comidas. Los 20 kilómetros cargado al máximo me dejaron tan extenuado que decidí pasar un par de días con Mikel – Don Bongos, para entendernos – y dar tregua a la recuperación de Lonchas. Pasado ese tiempo, partimos de nuevo, hacia un lago en cuyas orillas habitan samis.
En territorio sami
Esa es la verdadera Laponia, a la que no llegan los turistas. Los samis son ganaderos que recorren el territorio buscando los mejores pastos para sus rebaños. Son un equivalente nórdico de los cowboys norteamericanos, aunque estos viajan en motos de nieve, vestidos con pieles y lazos, y llevan colgados del cinto no revólveres, sino vistosos cuchillos. Son tipos auténticos, que aun viven de manera tradicional. En cierto modo envidio su forma de vida, libre y solitaria. También son bastante mayores… raro es el que baja de 45 años. Siempre que me veían, aunque fuera a distancia, se acercaban para ofrecerme su hospitalidad. También son la mejor fuente de indicaciones sobre la ruta, ya que los caminos dibujados en los mapas no se ven en la oscuridad de la noche polar. Nada como el consejo de un sami para seguir un buen rumbo a través de esa descomunal vastedad de bosques y lagos.
Si acampaba y no era tarde, a menudo detenían su moto a mi lado deseándome buenas noches, y yo les ofrecía un café a cambio de sus indicaciones sobre el camino a seguir, a menudo usando sus propias huellas sobre la nieve como referencia. Lo cierto es que en esos quince días, gracias a sus consejos, nunca me extravié. Cuando encontraba una cabaña para pasar la noche, me aseguraba de no acabar con las provisiones o la leña que otros habían dejado. Las reglas no escritas del viajero nórdico dicen que si hay pocas provisiones, tal vez llegue luego alguien que las necesite más que tu. Así, pasé la Nochebuena en una cabaña en cuyo interior el termómetro marcaba -17 grados. Cené y desayuné como si fuera a hacer cima en un ochomil. Incluso, cuando me puse en marcha de nuevo, tuve la sensación de que fuera se estaba mejor.
Nuevas montañas, nuevos amigos
Buscando el mejor camino para evitar ríos y tramos sin nieve, crucé el Parque nacional de Reisa por su parte alta, justo la que no conocía, y que resulto ser muy bella. Ya en Finlandia, dispusimos de una red de cabaña que sí había disfrutado en viajes anteriores: confortables y bien surtidas de leña. Aunque el tiempo no acompañaba, el 28 de diciembre ascendí el Halti. Fue un día fantástico, nunca olvidare la luz cuando llegué a la cumbre, a 55 km de cualquier lugar habitado. El Halti se encuentra en la frontera norte de Finlandia y, curiosamente, su cumbre verdadera se encuentra en territorio Noruego. La que figura como techo de Finlandia es, en realidad, una cima secundaria.
Al poco de regresar a la cabaña, apareció un viajero solitario, procedente de la República checa, que desplegó todas sus provisiones sobre la mesa y me invitó a cenar con él. Yo, que llevaba los víveres justos y racionados, casi lloro de emoción al ver pan y salmón ahumado. David, que así se llamaba, me dijo que tenía 28 años, que trabajaba en Noruega como camionero y que estaba pasando las navidades esquiando solo por la zona. El quería subir el Halti al día siguiente y yo planeaba proseguir hacia Kilpjsjarvi, a tres días de distancia, pero quedamos en encontrarnos más adelante y celebrar la Nochevieja juntos. El resto del camino prometía ser sencillo: es todo descenso hasta Kilpjsjarvi, hay cabañas de camino, yo ya conocía la ruta y mi equipaje era ya muy liviano, gracias a la comida que ya habíamos consumido y a que Lonchas ya podía cargar con su parte. El problema es que cada vez había menos nieve, lo que dificultaba mucho el avance, y que el tiempo se puso realmente desagradable. Pude encontrar las cabañas gracias a que tenía las coordenadas registradas en el GPS. Curiosamente, en todas me encontré más gente: parecía que nadie quisiera pasar la Navidad en casa.
Había bastantes estonios y, entre ellos, una pareja de lo más peculiar: vestían y viajaban como antiguos vikingos, en vez de aislantes llevaban pieles de reno, se cubrían con prendas de lana y cuero cosidas por ellos mismos, incluso se fabricaban sus propios cuchillos! Enseguida congeniamos y surgió una bonita “amistad de cabaña”, que continuamos hasta llegar a Kilpisjarvi. Este es un pueblo finlandés que hace frontera con Noruega por carretera y con Suecia por lago. De hecho, cerca hay un pilar de hormigón que marca el límite entre los tres países. Kilpisjarvi está atestado de noruegos que vienen a comprar barato al súper y a comer en sus restaurantes. Conozco un hotelito muy bien atendido allí y esperaba que la dueña se acordara de mí y nos tratara tan bien como la última vez. Por suerte, a pesar de ser 31 de diciembre, estaba abierto y la dueña, tan encantadora como siempre, me dio una cabaña estupenda donde nos alojamos la pareja de estonios vikingos, Lonchas y yo. También dejamos hueco a David, que llegó al poco tiempo.
Pasamos la Nochevieja juntos en el dancing-bar del pueblo y vimos los fuegos artificiales de medianoche en Kilpisjarvi y, una hora más tarde, a lo lejos, los que celebraban el año nuevo en Noruega y en Suecia, ya que estos dos países se encuentran en el siguiente uso horario, con una hora menos.
5ª ETAPA: de Kilpisjarvi a Kiruna/Abisko - cambio de planes
Había previsto salir de Kilpisjarvi siguiendo una ruta que ya conocía a través de las montañas suecas y noruegas hasta Abisko, pero llegado el momento dudaba entre seguir un camino conocido (aunque no en invierno) o lanzarme a la aventura por otra ruta nueva para mí. Decidí apostar por la novedad y me puse en marcha a través de la superficie helada del lago Kilpisjarvi. El viento había barrido la nieve de la superficie y andaba caminando entre resbalones, echando otra vez de menos los clavitos para las botas.
La superficie helada del lago era negra y a Lonchas no le hacía ninguna gracia. Iba asustado y tuve que atarle a mí para evitar que corriera hasta la orilla. Solo así pudimos atravesar juntos el lago por el centro y buscar la orilla contraria para entrar en Suecia. Después de poco más de 20 km llegamos a una aldea sin carretera donde se suponía que había una cabaña abierta. Había una cabaña abierta, efectivamente, pero no estaba muy seguro de que fuera la que yo buscaba. En las casas de los alrededores no había un alma y, tras un corto debate interno, me metí dentro a pasar noche. Por si acaso no era una cabaña abierta a los viajeros sino la casa de un paisano, dejé bien visible mi presencia con la pulka en la puerta y los esquíes apoyados en la entrada, confiando en que si el dueño aparecía a las tantas entendiese la situación, y dormí de un tirón. Al día siguiente, antes de irme, dejé 150 Coronas suecas sobre la mesa y una breve nota donde daba las gracias y explicaba que dejaba aquel dinero en pago por la leña.
La pelea
La ventaja inmensa de ir por Suecia es que los caminos para motos de nieve están bien balizados, sólo necesitaba seguir las señales a través de parajes que me sorprendieron por su belleza. De pronto me sentí muy alegre de haber elegido esa ruta nueva. Tenía por delante 200 km de ruta nueva, un increíble paisaje de montañas en el horizonte y, al fin, nieve en condiciones y bastante más frío. Lonchas estaba recuperado y tiraba del trineo, dejándome disfrutar de la marcha con solo una mochila a la espalda. Todo iba a la perfección… Hasta que apareció un Sami en una moto de nieve que, como es habitual, se paró a saludar. Este, además, llevaba un adorable perrito en el asiento trasero, el cual tardó una décima de segundo en saltar y enzarzarse en una pelea de “machos alfa” con Lonchas. En un momento yo rodaba por el suelo, envuelto en cuerdas, con los esquíes puestos y la mochila a la espalda, intentando separar a los animales, mientras el sami gritaba a su perro.
Fue un fallo estúpido no haber previsto que aquel hombre podía llevar un perro. No es infrecuente y, como van sueltos en el asiento, pueden saltar como flechas. Para cuando cada uno de nosotros logramos hacernos con nuestro perro, yo llevaba agujeros de colmillos bien clavados en la mano derecha. Cuando me quité el guante tenia la mano sangrando. Creo que el sami se asustó; insistía en llevarme de vuelta a Kilpisjarvi (a más de 50 km) pero yo me hice el duro y decliné la oferta. Cuando se fue saque el botiquín, descongelé el Betadine y me limpié las heridas – cinco colmillazos agujereándome la palma – lo mejor que pude. También tenía un impresionante moratón y los músculos contracturados; apenas podía sujetar el bastón de esquí.
En el camino encontré muchas casas de samis y manadas de renos en cercados, cuya presencia despertaba en Lonchas un deseo irrefrenable de lanzarse hacia ellos. Entonces, Lonchas tiraba de la pulka y yo, con la mochila, le ataba a mí y tiraba en dirección contraria para evitar que atacase a los animales. ¡Era agotador!
El mundo para nosotros
Uno de los días encontré una cabaña diminuta en un paraje salvaje y espectacular. Estaba maravillado por el entorno, tan solitario y salvaje. En aquel viaje estaba encontrando todo lo que había buscado durante mucho tiempo, avanzaba feliz con Lonchas como si fuéramos los únicos seres vivos del planeta. He tenido muchos compañeros de viaje en Laponia, pero viajar con Lonchas tiene algo especial, que no sabría explicar, pero que me gusta, que hace la experiencia más intensa, más auténtica. Así, fui acercándome al final de la etapa, que en teoría iba a consistir en cruzar el Tornetrask, supuestamente helado, para llegar a Abisko.
Una tarde, ya sin luz, me topé con un poblado sami donde me dijeron que el lago estaba completamente abierto y que si quería cruzarlo, tendría que hacerlo a nado. Aquello fue un shock. Tenía un depósito en Abisko y mi ruta debía pasar necesariamente por aquel lugar para luego enlazar con el resto del camino. Sin embargo, de nada me valía lamentarme. Monté la tienda en un claro del bosque y saqué el mapa para buscar opciones nuevas. Por mucho que miré, solo se me ocurría una alternativa: dirigirme a Kiruna. ¡Cuántas veces había cambiado ya el itinerario original!
Kiruna es una ciudad que conozco bien desde hace muchos años y que he visitado en incontables ocasiones por mi trabajo de guía y por mi afición a viajar por Laponia. Hasta ese momento, no pensé que volvería de nuevo tan pronto – pero todo me decía que era mi única opción y que, incluso, con un par de ajustes tal vez podría continuar ruta desde allí. Otra vez, aquel extraño invierno estaba decidiendo por mí. Al amanecer oí el ruido de una moto de nieve y me apresure a salir del saco. Hacía un frío tremendo, pero necesitaba cotejar ciertas informaciones y pare ello, nada mejor que un sami. Este me indicó una ruta sobre el mapa que me llevaría hasta Kiruna, a través de una serie de lagos congelados por los que el mismo había pasado recientemente y, por tanto, dejado huellas.
Llevaba ya 46 días de viaje y, según mis cálculos, aquél sería el primer día en que vería asomar el sol sobre el horizonte. Había más claridad que de costumbre y ni una sola nube; también hacía un frío tremendo: -35. Los lagos estaban totalmente congelados y, sobre ellos, una estupenda huella que seguir. Avanzábamos veloces, tanto que a mí me costaba seguir el ritmo de Lonchas, ya casi sin carga.
El fin de la noche ártica
Al fin, sobre uno de los lagos, vi aparecer el sol detrás del bosque tiñendo todo de un rojo intenso que me conmovió profundamente. Hice un montón de fotos de aquel espectáculo, insólito tras tantas semanas de oscuridad. A partir de ese momento, cada día tendría 12 minutos más de luz. Hacía un frío de mil demonios pero la promesa del sol me daba una fuerza infinita tras los días oscuros, donde en el cielo sólo brillaban la luna y las estrellas, cuando se dejaban ver. Aún acampé una noche más en el bosque y enfilé los últimos lagos rumbo a Kiruna. Estaba muy satisfecho con el giro que había tomado mi viaje en esa etapa, que me permitió conocer tantos lugares nuevos.
Kiruna estaba atestada de gente. En temporada altísima de turismo, el hotel donde yo solía alojarme no disponía de una sola habitación libre. Necesitaba otro, donde además me permitieran llevar a Lonchas. Al final encontré un hotel nuevo, el Rippa Camp – que me robó el corazón. El sitio es espectacular (me encanta el diseño sueco bueno) y su restaurante, aún más. Nos quedamos dos días, tiempo en el que aproveché, entre otras cosas, para pasar por el hospital donde me pusieron la antitetánica. Yo no quería haber llegado a eso, pero Gloria insistió tanto por teléfono que finalmente accedí, y para demostrar que no mentía, filmé a la enfermera mientras me pinchaba y colgué el video en Facebook. La enfermera se moría de risa.
En Kiruna se cumplieron 50 días de viaje y 1000 km de ruta. También allí recibí noticias de problemas familiares que pusieron fin a la expedición. La salud de mi suegro había empeorado muchísimo, Gloria se había tenido que hacer cargo de la casa de sus padres y como consecuencia de ello, el trabajo de Artico (la empresa que ambos tenemos en Cabo Norte) estaba menos atendida de lo que nosotros, 100% involucrados y obsesivos con el trabajo, podíamos permitirnos. Hubiera querido seguir viajando un mes más, pero no pudo ser. Me necesitaba mi mujer, y también mi trabajo. De todas formas, Gloria me animó a que me quedase unos pocos días más, para completar la travesía del cercano Kebnekaise, la montaña más alta de Laponia, y terminar el viaje en Ritsem.
6ª (y última) ETAPA: la travesía del Kebnekaise
Antes de partir en la última etapa del viaje, tuve que ir a Abisko en tren a buscar mis cosas. Una vez allí, me dirigí al albergue de montaña de Abisko para informarme sobre las condiciones del Kebnekaise y la posibilidad de subir con Lonchas a la cima. Claro, que yo no conocía a los guías de Abisko y sus maneras de burócratas rusos, mirando el reloj sin disimulo, una y otra vez. En vez de contestar a mis preguntas repetían cansinamente: “no es la época”, “hace mucho frío“, “está muy oscuro“, “no hay huella” o “todavía no han instalado la vía ferrata” ¿Ferrata? ¿Cómo que “ferrata”, desde cuando…? ¡Eso sí que es nuevo!
Opté por consultar el mapa en vez de a ellos, y éste mostraba una subida muy accesible desde el valle opuesto, aunque para llegar a él tendría que circunvalar la montaña… lo cual me parecía de lo más sugerente. En mi mapa se veía una tímida línea de puntos que insinuaba esa ruta circular. Finalmente di con un guía que confirmó que efectivamente existía esa opción, más larga pero más segura, hasta la cumbre. Lo que no veía claro es que subiera con Lonchas; decía que la morrena de acceso al valle superior no era adecuada para él. Le expliqué que había perros que habían subido a la cumbre del Huascarán, que son muy ágiles... y mis comentarios chocaban contra su mirada, mezcla de incredulidad y desdén.
Líneas perfectas sobre la nieve
Partí hacia el albergue de montaña Kebnekaise. Allí había quedado con Javier Pedrosa, un amigo, para subir juntos el Kebnekaise. Antes de saber que mi viaje terminaría antes de lo previsto, habíamos planeado continuar también hasta el PN Padjelanta y cruzar el Glaciar Svartissen. Pero Javier, que estaba de camino, venia con retraso, y yo no podía permitirme dejar pasar ninguno de los 8/10 días que me quedaban: decidí seguir hacia Ritsem y poner allí punto final a mi ruta, para luego, de regreso, hacer cumbre en el Kebnekaise. Sobre el mapa, mi ruta no podía ser más bella, ni más lógica para una Translaponia.
A menudo he pensado en las razones estéticas que me han empujado a realizar este viaje. Una línea sobre un mapa, una huella sobre un lago helado, el ziz-zag de las subidas, las huellas solitarias de un animal salvaje sobre la nieve, las nuestras de esquís, pulka y las pezuñas de Lonchas… Esa líneas me sobrecogen. No puedo explicarlo. Veo arte en esas líneas que luego dibujo en mis mapas; con las que dotan al paisaje de una mirada. No hay paisaje sin mirada. Por eso, cuando imaginaba mi línea, la veía llegando hasta Ritsem. Tenía que ser ése y no otro lugar el que marcara el final de este viaje. Padejelanta y Svartisen se quedan en líneas pendientes, que en un futuro se unirán a las demás que vertebran mi Laponia emocional. Desde el albergue de montaña de Kebnekaise hasta Ritsem recorrí una vez más una zona que no conocía. Al inicio del viaje pensaba más en llegar; pero a medida que tenía que recomponer mi recorrido, empecé a dar prioridad absoluta a transitar por lugares nuevos. No se trataba de tragar millas. Quería que todo fuera nuevo para mí. Qué bello el mundo por descubrir y cómo cambia la percepción del mismo cuando una y otra vez vuelves sobre tus pasos. El viaje me obligaba a pensar en esto una y otra vez. Los días hasta Ritsem fueron duros, pero al menos pude aprovechar cabañas para dormir. Por primera vez en el viaje pude ver un glotón. Me quedé impresionado. Qué ser...
Después de 4 días llegué a Ritsem temprano y con luz, pero a Javier aún le quedaban horas para aparecer. Una pareja estaba pintando el albergue y me dieron cobijo en el interior. A modo de pago, y porque me apetecía, me puse a pintar con ellos.
El valor del silencio
Me preguntaron lo justo. Apenas hablamos. Me gusta la gente que te hace sentir cómodo en silencio, que piensan antes de hablar y que respeta tu tiempo. Me siento a gusto en tales circunstancias. Cuando terminamos, la mujer me dijo: “Cuando vuelvas podrás decir que esta pared la pintaste tú. Se rio y me estrechó la mano. Acababa de llegar Javier. Volvía sobre mis pasos. En apenas un par de días, volvía a estar de nuevo en el albergue de montaña de Kebnekaise. Iniciamos la ruta circular al Kebnekaise poniendo rumbo a la cabaña de Tarfalla. Fue un día especialmente hermoso. Las vistas de esas montañas eran una promesa tentadora. Lonchas brincaba de un lado a otro y se le veía disfrutando como un loco. La cabaña de Tarfalla es uno de esos sitios que no voy a olvidar. El lugar es idílico y solitario. Sólo en 3 ocasiones he encontrado gente en toda mi travesía de 70 días. Me encanta viajar solo y estar solo en las cabañas. En la de Tarfalla estaba con un amigo, y eso también es muy especial. Javier dijo que no se sentía físicamente bien y prefería no seguir al día siguiente. Así pues, yo iría solo a dar la vuelta al Kebnekaise y él se quedaría en Tarfalla leyendo y escribiendo. Tenía por delante 62 km circulares, una cumbre y comida para tres días en la mochila. Suficiente.
La ascensión
Subí la temida morrena, que no me pareció ni de lejos tan complicada como había augurado el guía de Abisko, y me maravillé viendo a Lonchas subiendo por el filo de nieve y roca. A ratos lo llevaba atado con la cuerda, porque el muy inconsciente se iba hacia el glaciar. No parecía que hubiese grietas, pero por si acaso… La salida de la morrena era demasiado dura como para continuar con los esquís puestos, así que los cambié por crampones. Detrás, Lonchas se incrustaba en mis huellas y subía como un cohete, sin apenas carga. Allí arriba me quedé un rato extasiado, contemplando nuestras huellas en ese paisaje limpio y desnudo sin otra presencia que no fueran montañas y glaciares envueltos en la luz irreal del invierno ártico.
Aunque los perros no hablan -y ni siquiera Lonchas es una excepción-, ese día pude notar cómo me interrogaba con su mirada. Había llegado a un acuerdo conmigo mismo: si Lonchas no lograba subir, volveríamos a Tarfalla. Pero en lo alto de esa morrena ya estábamos "salvados". Un largo y encajonado valle nos llevaba derechos a una pequeña cabaña y en apenas unas horas nos plantamos allí. Salvado el trámite de la morrena, la ruta circular era nuestra; la gran incógnita estaba en si podríamos subir también a la cumbre. Mi compromiso con Lonchas seguía en pie y al día siguiente, en cuanto tuvimos algo de luz, nos lanzamos a por los 1500m de desnivel positivo que nos separaban de la cima. Era un día nuboso y, aunque el camino era lógico, hubiese preferido subir con visibilidad. Sobre las 13:00 llegamos a la cumbre, que es tan pequeña que apenas cabíamos los dos. Ya me habían advertido de que tendría que ir con precaución allí arriba: al parecer, algunos se han caído desde la misma cima.
Toda la magia del Ártico
Estar en la cima del Kebnekaise (2.111 m.) rodeado de montañas salvajes, en un entorno tan bello y solitario como ése, en compañía de mi querido Lonchas me emocionó de verdad. Parecía que toda la tensión que llevara dentro hubiera dicho “rompan filas”. Tuve deseos de ponerme a llorar. Clavé el piolet, até a Lonchas a él y estuve un rato haciendo fotos, ensimismado con el momento y el lugar, a pesar del frío que hacía. La parte más helada de la bajada la hice con crampones y el resto, a toda velocidad con los esquíes, pese a lo cual no pude evitar que se nos hiciera de noche. ¡Bendita noche! Nos regaló un cielo de auroras boreales tan sobrecogedor como inmenso. En un par de ocasiones tiré la mochila al suelo y me tumbé sobre ella a contemplar la inmensidad sobre mí. Es difícil de explicar con palabras lo que sentía. Llevo años viviendo en el norte y he visto muchas noches de auroras; pero esa a la bajada del Kebnekaise fue la más especial de mi vida.
Seguimos bajando con un ojo en el cielo y otro en el suelo y llegamos a la cabaña de Singi, que ya había utilizado en el camino a Ritsem y que, aunque pequeña, estaba estupenda y con cantidad de leña. Esa noche me costó dormir: estaba pletórico. Llamé por el satelital a mi mujer y le dije que Lonchas y yo habíamos hecho cumbre, y que estaba emocionado. Al día siguiente salí más bien tarde y regresé al albergue de Kebnekaise, cerrando el circuito de la montaña, que a su vez ponía fin a mi travesía de Laponia. Vista con perspectiva, desde el final, mi viaje tomaba cariz de peregrinación. El mío había sido un camino de búsqueda, desde tierras lejanas, de una montaña sagrada, que luego había rodeado en una suerte de kora, con devoción como si el Kebnekaise fuera un Kailas ártico. Lo cierto es que mi línea se había terminado cerrando en un círculo. Era lógico. Todo tenía sentido.
De regreso en la cabaña me reuní con Javier. Juntos partimos al día siguiente hacia Nikaluokta con mucho frío, que se intensificó aún más al cruzar el gran lago helado que hay entre el albergue y Nikaluokta. ¡Estaba tieso! En los lagos el frío es mucho más notorio. Al llegar al bosque, en cambio, se atemperó la temperatura y me inundó una agradable sensación de calor. Sin embargo, al llegar a Nikaluokta el coche de Javier no arrancaba ni a la de tres. Entonces descubrí que ese calor “tan agradable” que me invadía eran -36ºC...
Definitivamente, el invierno ártico se había convertido en mi hogar. Habían pasado 67 días desde mi partida de Rusia. 1200 km después, pintaba mi nueva línea en el mapa.
Publicaciones
- Cuadernos Técnicos Barrabes:
WEB - PDF - Revista Oxígeno
- Artículo en Sidetracked
- Artículo en SGE
- Madrileños por el Mundo
- La Corona Nórdica. Las 5 cimas más altas del remoto norte