Los hielos del fin del mundo
Por Hilo Moreno
Como todas las tardes, Werlinda toma mate junto a su marido en la cabaña de madera. Llevan quince años en ese lugar, no tienen electricidad ni agua corriente. Se hacen llamar colonos o nuevos pobladores. Pasan la mayor parte del año solos; apenas reciben, muy de vez en cuando, alguna visita de sus hijos que viven en Caleta Tortel, una aldea a tres horas de navegación y una jornada a caballo.
ASTRONAUTAS EN EL BOSQUE
Ese trece de diciembre, sin embargo, es diferente. Dos individuos cargados hasta las trancas, sucios y desnutridos se acercan a sus tierras. Caminan con botas de plástico parecidas a las de un astronauta; a sus espaldas llevan esquís y demás hierros y, en sus ojos, el brillo de alguien que lleva un mes en el hielo y no ha visto ser humano alguno.
El intercambio de palabras es breve:
- ¿De dónde vienen? - De San Rafael.
El colono, hombre de pocas palabras, muda su gesto en una mueca incomprensible.
- Pasen – indica.
Junto a la cocina, y al calor del mate, se inicia el relato de tan larga travesía. La historia de una aventura que había comenzado 25 días atrás o, en realidad, mucho antes…
Mapa de la expedición.
5º Premio Internacional Hazaña Deportiva Marca (Accesit)
PREPARATIVOS: REGRESO AL HIELO
El Campo de Hielo Norte se ha convertido en una especie de obsesión para José Mijares, mi compañero. Por muchos motivos se trata de un sitio único. En primer lugar es, entre todas las grandes masas de hielo del planeta, la más cercana al Ecuador: un lugar apenas pisado por el hombre, de difícil acceso y sobre el que existe muy poca información. Si uno observa alguno de los nefastos mapas que lo representan encontrará continuamente las siglas SVE (sin visión estereoscópica): esto significa que debido a la capa de nubes que cubre la zona constantemente, la visión desde el aire no ha permitido trazar de forma fidedigna las curvas de nivel que indican el relieve. En el Campo de Hielo Norte, al igual que en el Sur (su hermano mayor), las borrascas que vienen del Pacífico se detienen sobre el hielo, y al enfriarse por la baja temperatura del mismo, descargan sus precipitaciones, a menudo durante semanas enteras.
Para diseñar un recorrido e interpretar la geografía del terreno hemos contado con la ayuda del expedicionario chileno Pablo Besser, gran conocedor de los Campos de Hielo. Pablo nos cedió amablemente numerosas fotos satelitales, así como las coordenadas de los lugares más significativos y diversos datos sobre lo que podríamos encontrar.
El resto de la preparación ha sido obra de mi compañero José Mijares, que ha pasado meses ocupado con correos electrónicos, conversaciones telefónicas y la búsqueda de información de este lugar donde tan pocas expediciones se han aventurado. Por otra parte, la burocracia chilena conocida no precisamente por su agilidad, ha sido una de las barreras más difíciles de franquear: Ha hecho falta obtener permisos y más permisos y, para ello, hemos tenido que adquirir teléfonos satélites, radios y radiobalizas. Mi compañero se ha encargado de gestionarlo todo, pues cuenta con experiencia en la zona: el año pasado hizo su primera expedición al Campo de Hielo, con ánimo de reconocer el terreno y, junto a José Antonio Fernández, cruzó el Campo de Hielo norte de Este a Oeste, sentando las bases para esta última y definitiva travesía.
ANTECEDENTES Y ESTRATEGIA: TRAS LOS PASOS DE ERIC SHIPTON
Decidimos entrar al Campo de Hielo por la Laguna de San Rafael, puesto que es la entrada más al norte que se conoce, además de ser el acceso clásico desde que uno de los primeros exploradores de la zona, el británico Eric Shipton, lo utilizara en el verano austral de 1963/64.
Shipton se adentró más de setenta kilómetros en el Campo de hielo Norte a lo largo de 38 jornadas, antes de salir por el ventisquero Colonia. Hay que recordar que uno de los miembros de esta expedición pionera fue el español Miguel Gómez.
A la altura de la lengua glaciar por la que el inglés y los demás expedicionarios salieron del hielo, el Campo Norte queda cerrado por una barrera de más de 3000 metros de altura: se trata del Cordón de Aisén, una cordillera que atraviesa el Hielo en sentido transversal, dificultando su cruce. La pequeña puerta hacia el sur es el Collado Colonia, un arriesgado paso de montaña a la sombra del Cerro Arenales y clave de esta travesía, ya que ofrece la manera de cruzar el cordón de Aisén más accesible encontrada hasta la fecha.
El cruce Norte-Sur del Hielo Norte cuenta con muy pocas repeticiones y, analizando las expediciones que lo han recorrido, llama la atención la cantidad de días que se emplean en recorrer distancias en apariencia cortas. Y es que en el Campo de Hielo el mal tiempo es la norma. Además, la textura de la nieve (generalmente húmeda) es inadecuada para la progresión y el arrastre de los trineos, y los accesos son pocos, largos y complicados. Nuestra travesía pretendía partir desde la Laguna de san Rafael, remontar luego el Collado Colonia, y finalmente descender hasta el lugar donde viven unos colonos, al pie del Glaciar Steffen. Los colonos, suponíamos, podrían conseguirnos un bote que nos llevase hasta la población más cercana: Caleta Tortel.
En definitiva, la travesía recorre la línea Norte-Sur clásica del Campo de Hielo Norte, y sólo ha sido completada, según nuestra información, por cinco expediciones, de las cuales ninguna es española.
Decidimos utilizar tres pulkas ligeras (pequeños trineos) para el arrastre y, sobre ellas, mochilas estancas de gran capacidad; en total llevaríamos unos 70 kg por cabeza. Tras darle mil vueltas, resolvimos acometer la travesía con esquís de backcountry con escamas en la suela (para poder remontar pendientes con ellos puestos) y combinarlos con fijaciones y botas de Telemark. Es un equipo ligero y rápido en nieve mientras que la bota, a la que se pueden ajustar crampones, permite progresar en hielo duro y laderas de mucha inclinación, lo que con otro tipo de calzado más blando hubiera resultado imposible. Como más tarde comprobaríamos, la elección no pudo ser más acertada.
Según nuestra estrategia, para acceder al hielo portearíamos primero todos los petates hasta la rimaya – la grieta que separa el glaciar de las morrenas rocosas laterales. La táctica supone, como observó Reinhold Messner cuando estuvo aquí en el 2006 para realizar un cruce E-O, “una especie de big wall horizontal”.
LA TRAVESÍA: 25 DÍAS SOBRE HIELO
Tuvimos suerte y los días de los porteos fueron los únicos buenos de un mes horrible. Cayó algo de lluvia, pero por lo demás los días permanecieron despejados, lo que nos permitió calzarnos los esquís el día 27 de noviembre, el noveno de la expedición. Eso sí, antes tuvimos que permanecer el día de mi cumpleaños encerrados en la tienda en medio de la ventisca.
Pese a ir esquiando y arrastrando las pulkas, el método del porteo continuó siendo nuestra manera de proceder en el ascenso al plateau helado desde el Oeste pues, hasta encontrarnos bien metidos en el Campo de Hielo y poder girar rumbo Sur, el terreno está minado de grietas; encontrar el camino dentro de ese laberinto de hielo es muy trabajoso. Además, como es habitual al ganar altura, a partir de ese momento el tiempo ya no perdonó hasta el final del viaje.
La navegación rumbo Sur, a partir del décimo tercer día de expedición, se desarrolló, desde el primer momento hasta el cruce del collado, dentro de una nube. Tuvimos que ingeniárnoslas con un compás náutico para poder seguir un rumbo constante. Progresábamos en condiciones de completo whiteout (visibilidad cero) donde las perspectivas se confunden, y los límites entre cielo y tierra de pierden. Si a esto le sumamos lluvia y viento constantes, el panorama puede llevar a la desesperación. Los días pasaban en una atmósfera onírica, en la que la única realidad parecía tener lugar dentro de la tienda: apelmazar la nieve, levantar la tienda, secar mallas y calcetines al calor del hornillo, cenar, charlar y dormir. Éramos autómatas en un mundo de hielo.
Así fueron pasando los días hasta ponernos debajo de dónde, según el GPS, suponíamos que debía de estar el Collado Colonia. Por la noche escuchamos caer las avalanchas; había dejado de llover y el barómetro estaba subiendo. Esa noche, en una salida nocturna de la tienda, pude ver la Cruz del Sur. Todo parecía indicar que los Dioses estaban con nosotros y, en el día más importante, nos iban a conceder algo de visibilidad.
Progresábamos en condiciones de completo whiteout donde las perspectivas se confunden, y los límites entre cielo y tierra de pierden
EL PASO, LA TORMENTA, Y EL CAMPO “ENDURANCE”
Así fue: amaneció despejado. Recibimos al Sol con ansiedad y alegría, recogiendo el campamento más despacio de lo recomendable, para aprovechar hasta el último rayo que pudiera secar nuestro equipo.
Con cierta calma emprendimos el ascenso: 700 metros de desnivel bajo seracs y restos de avalanchas. Pero, aún así, el mayor problema resultó ser el tiempo, que volvió a cambiar: la visibilidad se perdió de nuevo cuando estábamos a 300 metros del collado. Continuamos avanzando en silencio, considerando la bajada del collado como nuestra salvación. Hay dos cosas sobre este paso que nos habían repetido hasta la saciedad: la primera, que su inclinación roza el límite de lo esquiable, y la segunda, que sólo se ha de acometer en condiciones de buena visibilidad. Verdades como puños.
Para cuando llegamos a lo que suponíamos que era el collado, se había desencadenado una autentica ventisca patagónica. Calados y entumecidos, no conseguíamos encontrar la bajada. Mientras, la ventisca aumentaba, haciendo la progresión penosa. Continuamos por una media ladera y las pulkas, que hasta ese momento se habían portado como inseparables compañeras, comenzaron a rebelarse, precipitándose pendiente abajo y amenazando con empujarnos a nosotros detrás. La razón es que habíamos optado por unirlas a nuestros arneses con cordino, en vez de utilizar un brancal metálico y rígido, como es habitual en la mayoría de las expediciones polares. La situación se tornaba cada vez más tensa, al mismo ritmo que arreciaba la ventisca. En un momento dado, José se vio obligado a abandonar parte del equipo, pues el peso de la pulka era excesivo, imposible de controlar en aquella pendiente. Tras un intento de diálogo que el viento hizo imposible, decidimos montar el campamento.
Plantamos la tienda en pleno collado, a 2200 metros, posiblemente en el lugar más ventoso de todo el Campo de Hielo Norte. Por suerte, encontramos una hondonada entre una grieta y el farallón de roca y la sondamos, pues no sabíamos si podría tratarse de un puente de nieve sobre una grieta, que en tal caso cedería con nuestro peso. Parecía firme, y allí mismo levantamos la tienda. Bautizamos el lugar como “Campamento Endurance”, y nos replegamos teniendo muy claro que no saldríamos de allí hasta que el tiempo cambiase de verdad, ya fuera al cabo de un día o de una semana: teníamos comida de sobra. Antes de meternos en el saco y encender el hornillo de gasolina para secarnos (el mejor momento del día), José decidió volver a salir en plena ventisca a buscar su petate, que contenía la mitad de los víveres. Tras veinte o treinta minutos de espera, que yo aproveché para asegurar firmemente la tienda frente al fuerte viento, mi compañero estaba de vuelta con todas sus posesiones. Por fin, tras veinte horas sin echarnos nada al estómago, nos arrastramos al interior del Endurance a disfrutar de una cena caliente. Sin embargo, no estábamos seguros de que la tienda, expuesta al viento por completo, aguantase. Las paredes se curvaban contra nuestros cuerpos, las horas pasaban… y al día siguiente la visibilidad seguía siendo nula: un día más de inactividad.
En este tipo de expediciones la mentalidad frente al tiempo ha de ser diferente a la del escalador. En días que para el montañero serían malos, en estas travesías se ha de salir y avanzar como sea. Apalancarse en la tienda puede traer malas consecuencias, pues una borrasca puede permanecer en el Campo de Hielo Norte durante semanas.
En nuestro planteamiento, habíamos decidido salir todos los días, hiciese el tiempo que hiciese, dado que cada kilómetro avanzado suponía una batalla ganada. Pero ese día en el collado, las cosas eran diferentes: necesitábamos ver el inicio del descenso.
Por suerte, el tercer día en el Endurance amaneció ligeramente despejado durante el tiempo suficiente para desmontar el campamento e iniciar el descenso. La última parte del Hielo Patagónico Norte se abría ante nosotros. Pero la felicidad dura poco y pronto volvimos a sumergirnos en el whiteout. Pese a todo, habíamos tenido el tiempo justo para salir de la zona de peligro. Volvimos al compás y a la navegación en ese mar de nubes y hielo. Desde este punto, nos esperaba una suave bajada hasta el glaciar Steffen. A partir de ese momento, serían las grietas el último obstáculo a vencer: era el ocho de diciembre, día numero 20 de expedición, y empezábamos a vislumbrar el final de la travesía.
EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO
Las grietas representan, sin duda, el gran riesgo en las travesías por glaciares. En una de ellas, cercana a nuestro recorrido, perdió la vida el guarda y guía suizo Franco Della Torre, una de las personas que más veces se había internado en el Campo de Hielo Norte, incluyendo alguna incursión en solitario. Hace apenas un año cayó en una grieta y murió, dejando a su compañero frente a un dramático descenso en solitario, buscando en vano ayuda, en un lugar donde un rescate es prácticamente imposible.
Sobre el terreno, y sintiendo en nuestras carnes el carácter salvaje y virgen del lugar, éramos conscientes de encontrarnos en una situación similar. Al acabar la travesía, José me confesaría cómo aguzaba la vista al pasar sobre la oscuridad de cada grieta, imaginando entrever el cuerpo de Franco. Un mes en el hielo puede hacer volar mucho la imaginación.
Tuvimos algo de suerte y a los pocos días el tiempo nos ayudó un poco. Debido a la menor altitud, ahora llovía en vez de nevar y, aunque lo hacía sin parar, al menos disponíamos de relativa visibilidad, lo que es fundamental dada la cantidad de grietas que se abrían en nuestro camino.
La progresión encordados con esquís y pulkas en un laberinto de hielo puede ser trabajosa. Además acarrear el trineo, tirar de él y bajarlo de cada resalte del terreno resulta extenuante. Para llevar las pulkas de un lado a otro de las grietas tuvimos que emplear en algunos casos polipastos y en otros, simplemente nuestra fuerza bruta. Todo este esfuerzo, unido al estrés continuo que supone recorrer durante muchos días un campo de minas, acaba siendo agotador.
Pese a todo, los días fueron pasando y, tras cruzar cientos de grietas en todas direcciones, nos situamos sobre el glaciar Steffen, con la perspectiva de cruzarlo y descender junto a la rimaya hasta el lugar donde, según habíamos oído, se encontraban los pobladores.
LA LLEGADA A PUERTO
El día 24 de expedición (12 de diciembre), tras dejar un depósito y abandonar algo de material, nos quitamos los esquís y cruzamos en sentido transversal los dos kilómetros de hielo vivo que nos separaban de tierra, bajo una lluvia constante. Aquella noche montamos campamento por primera vez junto a la roca.
Llovió durante toda la noche, hasta que el agua comenzó a formar ríos por la superficie del glaciar. Uno de ellos, para nuestra desgracia y sin saber cómo, pasaba exactamente por mitad de nuestra tienda, en la que se formó una charca donde nadaba mi saco. De mañana, el viento apenas nos dejó recoger el campamento: nos pusimos nuestras ropas caladas y volvimos a cruzar el ancho del glaciar en busca del depósito que habíamos dejado: un último viaje de ida y vuelta, y finalmente estábamos fuera del hielo.
Sólo quedaba bajar: dos personas, cuatro bultos y unos cien kilos de equipo. Decidimos dejar otro depósito e iniciamos el descenso. Esa noche clavaríamos la tienda en la hierba por primera vez en veinticinco días.
A la mañana siguiente emprenderíamos lo que considerábamos el penúltimo día de expedición, puesto que tarde o temprano habría que retornar a por el último depósito.
Caminando con nuestras botas de Telemark con el barro del bosque hasta las rodillas, vimos una cabaña de madera en la lejanía. Y un hombre con cara de llevar mucho tiempo sin ver a nadie salió a nuestro encuentro.
EPÍLOGO
El humo asciende rápidamente por la chimenea de la cabaña. En la cocina, las últimas ascuas calientan nuestros cuerpos y secan todo el equipo colgado por el humilde techo.
Don Efraín apura el mate tras nuestro relato, nos dice que somos los únicos en bajar por el ventisquero este año. Es hombre de pocas palabras. Echa un último tronco a la cocina y procede a irse a la cama junto con su mujer. Debe acostarse temprano pues mañana nos ayudará con sus caballos a recoger el último depósito que aún está en el glaciar.
Cuatro días más tarde, caminando, en bote, a caballo, y finalmente en barco a motor llegábamos a nuestro primer núcleo habitado: Caleta Tortel.