En Abisko me dirigí al albergue de montaña para informarme sobre las condiciones del Kebnekaise y la posibilidad de subir con Lonchas a la cima. Claro, que yo no conocía a los guías de Abisko y sus maneras de burócratas rusos, mirando el reloj sin disimulo, una y otra vez. En vez de contestar a mis preguntas repetían cansinamente: “no es la época”, “hace mucho frío“, “está muy oscuro“, “no hay huella” o “todavía no han instalado la vía ferrata” ¿Ferrata? ¿Cómo que “ferrata”, desde cuando…? ¡Eso sí que es nuevo!
Opté por consultar el mapa en vez de a ellos, y éste mostraba una subida muy accesible desde el valle opuesto, aunque para llegar a él tendría que circunvalar la montaña… lo cual me parecía de lo más sugerente. En mi mapa se veía una tímida línea de puntos que insinuaba esa ruta circular. Finalmente di con un guía que confirmó que efectivamente existía esa opción, más larga pero más segura, hasta la cumbre. Lo que no veía claro es que subiera con Lonchas; decía que la morrena de acceso al valle superior no era adecuada para él. Le expliqué que había perros que habían subido a la cumbre del Huascarán, que son muy ágiles... y mis comentarios chocaban contra su mirada, mezcla de incredulidad y desdén.
En mi mapa se veía una tímida línea de puntos que insinuaba esa ruta circular
Mapa de la travesía.
Líneas perfectas sobre la nieve
Partí hacia el albergue de montaña Kebnekaise. Allí había quedado con Javier Pedrosa, un amigo, para subir juntos el Kebnekaise. Antes de saber que mi viaje terminaría antes de lo previsto, habíamos planeado continuar también hasta el PN Padjelanta y cruzar el Glaciar Svartissen. Pero Javier, que estaba de camino, venia con retraso, y yo no podía permitirme dejar pasar ninguno de los 8/10 días que me quedaban: decidí seguir hacia Ritsem y poner allí punto final a mi ruta, para luego, de regreso, hacer cumbre en el Kebnekaise. Sobre el mapa, mi ruta no podía ser más bella, ni más lógica para una Translaponia.
A menudo he pensado en las razones estéticas que me han empujado a realizar este viaje. Una línea sobre un mapa, una huella sobre un lago helado, el ziz-zag de las subidas, las huellas solitarias de un animal salvaje sobre la nieve, las nuestras de esquís, pulka y las pezuñas de Lonchas… Esa líneas me sobrecogen. No puedo explicarlo. Veo arte en esas líneas que luego dibujo en mis mapas; con las que dotan al paisaje de una mirada. No hay paisaje sin mirada. Por eso, cuando imaginaba mi línea, la veía llegando hasta Ritsem. Tenía que ser ése y no otro lugar el que marcara el final de este viaje. Padejelanta y Svartisen se quedan en líneas pendientes, que en un futuro se unirán a las demás que vertebran mi Laponia emocional. Desde el albergue de montaña de Kebnekaise hasta Ritsem recorrí una vez más una zona que no conocía. Al inicio del viaje pensaba más en llegar; pero a medida que tenía que recomponer mi recorrido, empecé a dar prioridad absoluta a transitar por lugares nuevos. No se trataba de tragar millas. Quería que todo fuera nuevo para mí. Qué bello el mundo por descubrir y cómo cambia la percepción del mismo cuando una y otra vez vuelves sobre tus pasos. El viaje me obligaba a pensar en esto una y otra vez. Los días hasta Ritsem fueron duros, pero al menos pude aprovechar cabañas para dormir. Por primera vez en el viaje pude ver un glotón. Me quedé impresionado. Qué ser...
Después de 4 días llegué a Ritsem temprano y con luz, pero a Javier aún le quedaban horas para aparecer. Una pareja estaba pintando el albergue y me dieron cobijo en el interior. A modo de pago, y porque me apetecía, me puse a pintar con ellos.
El valor del silencio
Me preguntaron lo justo. Apenas hablamos. Me gusta la gente que te hace sentir cómodo en silencio, que piensan antes de hablar y que respeta tu tiempo. Me siento a gusto en tales circunstancias. Cuando terminamos, la mujer me dijo: “Cuando vuelvas podrás decir que esta pared la pintaste tú. Se rio y me estrechó la mano. Acababa de llegar Javier. Volvía sobre mis pasos. En apenas un par de días, volvía a estar de nuevo en el albergue de montaña de Kebnekaise. Iniciamos la ruta circular al Kebnekaise poniendo rumbo a la cabaña de Tarfalla. Fue un día especialmente hermoso. Las vistas de esas montañas eran una promesa tentadora. Lonchas brincaba de un lado a otro y se le veía disfrutando como un loco. La cabaña de Tarfalla es uno de esos sitios que no voy a olvidar. El lugar es idílico y solitario. Sólo en 3 ocasiones he encontrado gente en toda mi travesía de 70 días. Me encanta viajar solo y estar solo en las cabañas. En la de Tarfalla estaba con un amigo, y eso también es muy especial. Javier dijo que no se sentía físicamente bien y prefería no seguir al día siguiente. Así pues, yo iría solo a dar la vuelta al Kebnekaise y él se quedaría en Tarfalla leyendo y escribiendo. Tenía por delante 62 km circulares, una cumbre y comida para tres días en la mochila. Suficiente.
La ascensión
Subí la temida morrena, que no me pareció ni de lejos tan complicada como había augurado el guía de Abisko, y me maravillé viendo a Lonchas subiendo por el filo de nieve y roca. A ratos lo llevaba atado con la cuerda, porque el muy inconsciente se iba hacia el glaciar. No parecía que hubiese grietas, pero por si acaso… La salida de la morrena era demasiado dura como para continuar con los esquís puestos, así que los cambié por crampones. Detrás, Lonchas se incrustaba en mis huellas y subía como un cohete, sin apenas carga. Allí arriba me quedé un rato extasiado, contemplando nuestras huellas en ese paisaje limpio y desnudo sin otra presencia que no fueran montañas y glaciares envueltos en la luz irreal del invierno ártico.
Aunque los perros no hablan -y ni siquiera Lonchas es una excepción-, ese día pude notar cómo me interrogaba con su mirada. Había llegado a un acuerdo conmigo mismo: si Lonchas no lograba subir, volveríamos a Tarfalla. Pero en lo alto de esa morrena ya estábamos "salvados". Un largo y encajonado valle nos llevaba derechos a una pequeña cabaña y en apenas unas horas nos plantamos allí. Salvado el trámite de la morrena, la ruta circular era nuestra; la gran incógnita estaba en si podríamos subir también a la cumbre. Mi compromiso con Lonchas seguía en pie y al día siguiente, en cuanto tuvimos algo de luz, nos lanzamos a por los 1500m de desnivel positivo que nos separaban de la cima. Era un día nuboso y, aunque el camino era lógico, hubiese preferido subir con visibilidad. Sobre las 13:00 llegamos a la cumbre, que es tan pequeña que apenas cabíamos los dos. Ya me habían advertido de que tendría que ir con precaución allí arriba: al parecer, algunos se han caído desde la misma cima.
Toda la magia del Ártico
Estar en la cima del Kebnekaise (2.111 m.) rodeado de montañas salvajes, en un entorno tan bello y solitario como ése, en compañía de mi querido Lonchas me emocionó de verdad. Parecía que toda la tensión que llevara dentro hubiera dicho “rompan filas”. Tuve deseos de ponerme a llorar. Clavé el piolet, até a Lonchas a él y estuve un rato haciendo fotos, ensimismado con el momento y el lugar, a pesar del frío que hacía. La parte más helada de la bajada la hice con crampones y el resto, a toda velocidad con los esquíes, pese a lo cual no pude evitar que se nos hiciera de noche. ¡Bendita noche! Nos regaló un cielo de auroras boreales tan sobrecogedor como inmenso. En un par de ocasiones tiré la mochila al suelo y me tumbé sobre ella a contemplar la inmensidad sobre mí. Es difícil de explicar con palabras lo que sentía. Llevo años viviendo en el norte y he visto muchas noches de auroras; pero esa a la bajada del Kebnekaise fue la más especial de mi vida.
Seguimos bajando con un ojo en el cielo y otro en el suelo y llegamos a la cabaña de Singi, que ya había utilizado en el camino a Ritsem y que, aunque pequeña, estaba estupenda y con cantidad de leña. Esa noche me costó dormir: estaba pletórico. Llamé por el satelital a mi mujer y le dije que Lonchas y yo habíamos hecho cumbre, y que estaba emocionado. Al día siguiente salí más bien tarde y regresé al albergue de Kebnekaise, cerrando el circuito de la montaña, que a su vez ponía fin a mi travesía de Laponia. Vista con perspectiva, desde el final, mi viaje tomaba cariz de peregrinación. El mío había sido un camino de búsqueda, desde tierras lejanas, de una montaña sagrada, que luego había rodeado en una suerte de kora, con devoción como si el Kebnekaise fuera un Kailas ártico. Lo cierto es que mi línea se había terminado cerrando en un círculo. Era lógico. Todo tenía sentido.
De regreso en la cabaña me reuní con Javier. Juntos partimos al día siguiente hacia Nikaluokta con mucho frío, que se intensificó aún más al cruzar el gran lago helado que hay entre el albergue y Nikaluokta. ¡Estaba tieso! En los lagos el frío es mucho más notorio. Al llegar al bosque, en cambio, se atemperó la temperatura y me inundó una agradable sensación de calor. Sin embargo, al llegar a Nikaluokta el coche de Javier no arrancaba ni a la de tres. Entonces descubrí que ese calor “tan agradable” que me invadía eran -36ºC...
Definitivamente, el invierno ártico se había convertido en mi hogar. Habían pasado 67 días desde mi partida de Rusia. 1200 km después, pintaba mi nueva línea en el mapa.